Me he criado en un ambiente donde la independencia de los demás primaba. Y es algo que está muy bien: en realidad un ser humano, no necesita a los demás para vivir. Son las dependencias que se crean con los demás, las que fabrican esto.
Los lazos de dependencia sobre los demás, nos hacen perder la responsabilidad para con nosotros mismos. Nos es más fácil delegar en los demás esa responsabilidad, y creamos una dependencia del otro, nos volvemos un poco inválidos para continuar de algún modo en una relación. De todo tipo, no sólo sentimental: laboral, de amistad, fraternal, etc.
En esta sociedad hay mucha más relación entre los miembros (si bien superficial) de la que nos conviene. Es decir, hay muchas más en cantidad, pero lo que en realidad nos aporta es la calidad. Y de eso, de eso, menos. Un miembro deja de ser un igual para ser un objeto con quien probablemente no vuelva uno a interferir directamente.
Es una tentación, dejarse mecer por la irresponsabilidad, por la dependencia. Una tentación en la que caí, y de la que disfruté sus mieles, y de la que me está siendo muy difícil salir. En realidad, descubro que anteriormente no tenía una independencia serena, sino una evitación de la dependencia, de la misma manera que no fumo porque en su día, siendo un chaval, tomé la decisión de no empezar porque no me fiaba de mí mismo: si empezaba, era probable que me enganchara. Absolutamente sensato en este caso, pero quizá esa evitación del enfrentamiento, del peligro, lo haya tomado como tónica general en mi vida.
Cuando hablan de Revoluciones para la Independencia, me echo a reír. O a llorar. No, a reír.
jueves, 20 de marzo de 2008
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