Desde que era pequeño, más o menos desde que tenía unos diez años o así, empecé a darme cuenta de que las vidas de los genios en la historia eran purita desgracia. Es decir, que muy listos, pero que las pasaban bien putas en su vida. Prácticamente sin excepción. Así que, ¿quién quería ser un genio? Si tienes esas virtudes, capacidades, potencial, etc., de lo cual la vida se empeñaba en darme reflejos de que puede que sí tuviera, mejor saber de tus virtudes y guardarlas de tapadillo, resolví. Mejor optar por la sencillez y no ir mostrando por ahí la genialidad de uno. Y no tener que ir por ahí luchando contra el mundo para imponer mi genio. Humildad, y tal. ¿Miedo? Claro que sí.
Por aquél entonces yo tenía aptitudes para todas las cosas. Bueno, todas menos manualidades, reconozco que las manualidades no eran lo mío, pero tampoco me suponía un problema. Recuerdo que a los catorce años era el que mejores notas sacaba, el que más rápido hizo el kilómetro, el que más lejos tiró la bola de tres kilos de peso, y dibujaba de la ostia. No remataba bien, pero daba unos pases milimétricos en el fútbol y sacaba los córners. "¿Tú que pasa, que eres perfecto, o qué?", me preguntó un amigo. Yo tenía la humildad de un hombre entregado a su trabajo. Y cuando venían el triunfo o el fracaso, trataba a los dos impostores de la misma manera, pasando bastante de ellos.
Al lío. El tema es que decidí no desarrollar públicamente demasiado ninguna de mis cualidades, por aquello de no convertirme en un desgraciado, lo cual me daba un miedo terrible. "A ver si encima de haberlo visto venir, te vas a meter en la boca del lobo y vas a ser un desgraciado e imbécil, las dos cosas. A ningún genio le ha ido muy bien en la vida.", me decía.
Pero, no sé, quizá no es algo de lo que se pueda escapar.
martes, 15 de julio de 2008
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